
Cayó el Muro de Berlín; Estados Unidos coqueteó con el default; descubrieron agua en Marte; ya no gobiernan Hussein, Mubarak y Kadafi; General Motors se declaró en quiebra y Harry Potter empezó a afeitarse.
Pero esa pelota no va a entrar nunca.
Arafat y Rabin se dieron la mano; se casaron Mafalda y Manolito; Hong Kong ya no es inglesa y Panamá dejó de ser yanqui; Fidel delegó funciones y una argentina va a ser reina de Holanda.
Y sin embargo, por más que todo cambie, por más barreras, mitos y leyendas que se derriben, por más inexorable que se anticipe la caída de la valla en ese último aliento que paraliza corazones y corta la respiración, por más que empiecen a gritarlo con la vehemencia de un niño que se manchó los pañales, no habrá lógica, ni matemática, ni ley física que se imponga al único mandato inalterable del fútbol argentino.
Padres.
Hijos.
Y el santo espíritu de la bandeja repleta de hermanos cuervos, siempre locales, siempre de fiesta, músicos locos con partituras de barrio, con la boca llena de hazañas, portadores de un legado que trascenderá las generaciones y sobrevivirá a la historia, por los siglos de los siglos.
Amén.