Se llegaba al Viejo Gasómetro cruzando avenidas anchas, a las que el empedrado y las casas bajas hacían aun más anchas. Algo de sagrado había en esas procesiones: la salida del subte "E" al barrio gris, las calles que cambiaban de nombre al topar con la Avenida La Plata. Cruzando la pared que daba a la avenida, un bosque de columnas de hierro, unas rayas horizontales y tras ellas las siluetas y el griterío de la gente. Al niño que seguía la campaña de los Matadores le daba vértigo subir hasta lo alto de la tribuna y ver el piso de baldosas vainilla entre los tablones, o sentir la flexión de los tablones en el salto de la gente o en el grito espasmódico de un gol.
Al terminar los partidos, entre el agitarse de pañuelos blancos en las victorias y las puteadas en las derrotas (poco frecuentes por entonces), la voz distorsionada y potente de los altavoces repartía los resultados de las otras canchas y los jingles ingenuos de la Proveeduría Deportiva ("tiene de todo, todo, todo...") o los pilotos Aquamar ("si su piloto no es Aquamar, no es impermeable, le puedo asegurar: su piloto es impermeable si es piloto Aquamar"). El sol del domingo se perdía por atrás de la Avenida, pero el barrio se hacía menos gris a pesar del crepúsculo: las banderas azulgranas agitadas en triunfo, las rondas de pizza en los bares de alrededor de la cancha (cuya toponimia era un eco de la gloria deportiva), la alegría de sentirse superior aun en la derrota.
Lo mejor que se ha dicho sobre estadios perdidos está en Smoke in the face (Humos del vecino en la caprichosa traducción local) la película que Paul Auster y Wayne Wang hicieron como secuela de Cigarros. El protagonista, dueño de una tienda de cigarros de Brooklyn (interpretado por Harvey Keitel), está pensando en cerrar su negocio. En un sueño se le aparece su ídolo de la infancia, un bateador de los Dodgers que le da una verdadera clase de sociología urbana. Le explica que a pocas cuadras de su local, los chicos matan y mueren por robar zapatillas, porque no tienen parámetros comunitarios. Y le echa la culpa al cierre del estadio de los Dodgers de Brooklyn, en los '60 (el equipo vendió su licencia y fue a parar a la otra costa, a Los Angeles), para construir unos condominios de viviendas.
Nadie mejor que un hincha de San Lorenzo para entender lo que significa el cierre de un estadio. El Gasómetro fue el último gran estadio de tablones de madera en Buenos Aires. Quedan hoy todavía los de Ferro y Atlanta, pero no pueden compararse en tamaño (y mucho menos en historia) a la vieja cancha de San Lorenzo. Era una especie de Wembley porteño, que además de albergar a uno de los grandes del fútbol argentino, fue el escenario de los partidos de la Selección Nacional en las décadas del 30 y del 40, esa legendaria época de oro con cracks que almorzaban 3 platos de ravioles antes del partido (aclaremos: los que los marcaban también comían 3 platos de ravioles), donde Brasil era un escollo menor en los campeonatos sudamericanos y donde el clásico de Argentina era con Uruguay.
Volviendo a la cuestión barrial, el alquiler y posterior adquisición del predio de Avenida La Plata donde se construyó el Gasómetro generó una paradoja geográfica. El equipo que en su nombre reivindicaba la pertenencia al barrio de Almagro, pasó a ser conocido como el club de Boedo: los gauchos, los santos, los cuervos... de Boedo.
Pasaron los Matadores, se fueron los goles de Sanfilippo, Fischer y el Ratón Ayala, la firmeza de Albretch, la categoría del Sapo Villar, los quites impecables de Telch, el despliegue y los cabezazos de Cocco, la claridad y talento de Veglio y el Toscano Rendo, la habilidad endiablada del Bambino Veira y Ortiz y el remate tremendo de Scotta, el despliegue criterioso de Chazarreta. Vinieron malos dirigentes y tiempos duros, no solo para el Ciclón sino para el país.
La refacción de estadios para el Mundial de fútbol del '78 favoreció a River Plate y a Velez Sarfield, y perjudicó al resto de los clubes de la ciudad. Los alrededores del estadio de Nuñez fueron gentrificados manu militari por el Brigadier Cacciatore, intendente de facto, eliminando la villa miseria del Bajo Belgrano. El estadio Monumental se renovó y se completó su tribuna este, una pasarela de iluminación y un muro de inspiración altiana embelesaba a los alumnos de la Facultad de Arquitectura del otro lado de la autopista Lugones. Y mientras tanto, el viejo Gasómetro languidecía entre campañas opacas y el olvido del Sur, un sector de la ciudad que la dictadura no estaba interesada en mostrar a periodistas y empresarios extranjeros.
En 1979 se jugó el último partido oficial en el Gasómetro. Un año después se lo quiso habilitar para un partido donde el club se jugaba el descenso, pero no pudo hacerse lo mismo en el '81, cuando hubo que soportar la caída a la división "B" en un partido kafkiano frente a Argentinos Juniors (no faltaron penales errados, jugadores desinflados y muchísimas lágrimas). San Lorenzo se quedaba sin cancha y sin primera división: parecía cumplirse el sueño mediocre de algunos dirigentes y periodistas del fútbol, el de Boca y River hegemónicos y el resto de los clubes condenado a la intrascendencia.
Y acá viene otra vez Auster a la memoria: en este caso, aquel episodio de La música del azar donde dos millonarios pervertidos compran un castillo en Europa y lo reducen a piedras, que vuelven a ordenar en Nueva York con la forma de un muro... Los viejos y gloriosos tablones del Gasómetro fueron a remate. El predio quedó vacío por poco tiempo: a los pocos meses apareció un supermercado Carrefour, uno de los primeros hipermercados de la ciudad. Pero en el imaginario colectivo, el predio siguió vacío: un tajo cruel y doloroso en un barrio de tango y literatura.
San Lorenzo resurgió, pese a todo. El paso por la categoría de ascenso fue corto y contundente: la hinchada llenaba cualquier estadio frente a sorprendidos equipos de barrio que jamás habían visto a 40.000 personas en una cancha. Vuelto a la "A", fue protagonista de todos los campeonatos, pero sin ganarlos. Fueron 21 años sin títulos, de peregrinajes por estadios alquilados. "In-qui-li-no, in-qui-li-no", era el ominoso insulto de las hinchadas rivales. Las buenas campañas no concluían en campeonatos. La pregunta de cada semana era "¿y donde jugamos el domingo? ". La gente no iba a la cancha de Huracán, el rival de toda la vida. Ferro quedaba chico, Boca era una opción dolorosa, Vélez Sarfield se negó a seguir alquilando su cancha porque los chicos del club se contagiaban de la alegría azulgrana y se hacían hinchas de San Lorenzo. Y mientras tanto, entre las burlas y la incredulidad de muchos, un nuevo estadio se levantaba aun más al sur de aquella avenida donde las calles cambian de nombre.
"San Lorenzo se cansó de pagar el alquiler ya lo echaron de la Boca, de la Quema y de Liniers / le pusieron la tribuna, le van a poner la luz / cuando esté la cancha lista, se la compra Carrefour. / Vos sos así / cuervo tarado / yo fui a tu cancha y me encontré un supermercado".
Canto de las hinchadas rivales en la década del '80,
con música de la canción "Son cosas mías", de Miguel Abuelo.
“San Lorenzo se cansó de pagar el alquiler para que coman sus hijos que se fueron a la B / en Liniers tenían miedo que lo quieran al Ciclón, de la Boca nos rajamos, nos cansamos del olor. / Y ahora jugamos en Caballito, vamo´ a pagar el alquiler por un tiempito / Papá ya puso los escalones / vamo´ a ver cuántos vienen para el Bajo Flores.
Respuesta de la hinchada de San Lorenzo,
con música de la canción "Son cosas mías", de Miguel Abuelo.
Al terminar los partidos, entre el agitarse de pañuelos blancos en las victorias y las puteadas en las derrotas (poco frecuentes por entonces), la voz distorsionada y potente de los altavoces repartía los resultados de las otras canchas y los jingles ingenuos de la Proveeduría Deportiva ("tiene de todo, todo, todo...") o los pilotos Aquamar ("si su piloto no es Aquamar, no es impermeable, le puedo asegurar: su piloto es impermeable si es piloto Aquamar"). El sol del domingo se perdía por atrás de la Avenida, pero el barrio se hacía menos gris a pesar del crepúsculo: las banderas azulgranas agitadas en triunfo, las rondas de pizza en los bares de alrededor de la cancha (cuya toponimia era un eco de la gloria deportiva), la alegría de sentirse superior aun en la derrota.
Lo mejor que se ha dicho sobre estadios perdidos está en Smoke in the face (Humos del vecino en la caprichosa traducción local) la película que Paul Auster y Wayne Wang hicieron como secuela de Cigarros. El protagonista, dueño de una tienda de cigarros de Brooklyn (interpretado por Harvey Keitel), está pensando en cerrar su negocio. En un sueño se le aparece su ídolo de la infancia, un bateador de los Dodgers que le da una verdadera clase de sociología urbana. Le explica que a pocas cuadras de su local, los chicos matan y mueren por robar zapatillas, porque no tienen parámetros comunitarios. Y le echa la culpa al cierre del estadio de los Dodgers de Brooklyn, en los '60 (el equipo vendió su licencia y fue a parar a la otra costa, a Los Angeles), para construir unos condominios de viviendas.
Nadie mejor que un hincha de San Lorenzo para entender lo que significa el cierre de un estadio. El Gasómetro fue el último gran estadio de tablones de madera en Buenos Aires. Quedan hoy todavía los de Ferro y Atlanta, pero no pueden compararse en tamaño (y mucho menos en historia) a la vieja cancha de San Lorenzo. Era una especie de Wembley porteño, que además de albergar a uno de los grandes del fútbol argentino, fue el escenario de los partidos de la Selección Nacional en las décadas del 30 y del 40, esa legendaria época de oro con cracks que almorzaban 3 platos de ravioles antes del partido (aclaremos: los que los marcaban también comían 3 platos de ravioles), donde Brasil era un escollo menor en los campeonatos sudamericanos y donde el clásico de Argentina era con Uruguay.
Volviendo a la cuestión barrial, el alquiler y posterior adquisición del predio de Avenida La Plata donde se construyó el Gasómetro generó una paradoja geográfica. El equipo que en su nombre reivindicaba la pertenencia al barrio de Almagro, pasó a ser conocido como el club de Boedo: los gauchos, los santos, los cuervos... de Boedo.
Pasaron los Matadores, se fueron los goles de Sanfilippo, Fischer y el Ratón Ayala, la firmeza de Albretch, la categoría del Sapo Villar, los quites impecables de Telch, el despliegue y los cabezazos de Cocco, la claridad y talento de Veglio y el Toscano Rendo, la habilidad endiablada del Bambino Veira y Ortiz y el remate tremendo de Scotta, el despliegue criterioso de Chazarreta. Vinieron malos dirigentes y tiempos duros, no solo para el Ciclón sino para el país.
La refacción de estadios para el Mundial de fútbol del '78 favoreció a River Plate y a Velez Sarfield, y perjudicó al resto de los clubes de la ciudad. Los alrededores del estadio de Nuñez fueron gentrificados manu militari por el Brigadier Cacciatore, intendente de facto, eliminando la villa miseria del Bajo Belgrano. El estadio Monumental se renovó y se completó su tribuna este, una pasarela de iluminación y un muro de inspiración altiana embelesaba a los alumnos de la Facultad de Arquitectura del otro lado de la autopista Lugones. Y mientras tanto, el viejo Gasómetro languidecía entre campañas opacas y el olvido del Sur, un sector de la ciudad que la dictadura no estaba interesada en mostrar a periodistas y empresarios extranjeros.
Y acá viene otra vez Auster a la memoria: en este caso, aquel episodio de La música del azar donde dos millonarios pervertidos compran un castillo en Europa y lo reducen a piedras, que vuelven a ordenar en Nueva York con la forma de un muro... Los viejos y gloriosos tablones del Gasómetro fueron a remate. El predio quedó vacío por poco tiempo: a los pocos meses apareció un supermercado Carrefour, uno de los primeros hipermercados de la ciudad. Pero en el imaginario colectivo, el predio siguió vacío: un tajo cruel y doloroso en un barrio de tango y literatura.
San Lorenzo resurgió, pese a todo. El paso por la categoría de ascenso fue corto y contundente: la hinchada llenaba cualquier estadio frente a sorprendidos equipos de barrio que jamás habían visto a 40.000 personas en una cancha. Vuelto a la "A", fue protagonista de todos los campeonatos, pero sin ganarlos. Fueron 21 años sin títulos, de peregrinajes por estadios alquilados. "In-qui-li-no, in-qui-li-no", era el ominoso insulto de las hinchadas rivales. Las buenas campañas no concluían en campeonatos. La pregunta de cada semana era "¿y donde jugamos el domingo? ". La gente no iba a la cancha de Huracán, el rival de toda la vida. Ferro quedaba chico, Boca era una opción dolorosa, Vélez Sarfield se negó a seguir alquilando su cancha porque los chicos del club se contagiaban de la alegría azulgrana y se hacían hinchas de San Lorenzo. Y mientras tanto, entre las burlas y la incredulidad de muchos, un nuevo estadio se levantaba aun más al sur de aquella avenida donde las calles cambian de nombre.
"San Lorenzo se cansó de pagar el alquiler ya lo echaron de la Boca, de la Quema y de Liniers / le pusieron la tribuna, le van a poner la luz / cuando esté la cancha lista, se la compra Carrefour. / Vos sos así / cuervo tarado / yo fui a tu cancha y me encontré un supermercado".
Canto de las hinchadas rivales en la década del '80,
con música de la canción "Son cosas mías", de Miguel Abuelo.
“San Lorenzo se cansó de pagar el alquiler para que coman sus hijos que se fueron a la B / en Liniers tenían miedo que lo quieran al Ciclón, de la Boca nos rajamos, nos cansamos del olor. / Y ahora jugamos en Caballito, vamo´ a pagar el alquiler por un tiempito / Papá ya puso los escalones / vamo´ a ver cuántos vienen para el Bajo Flores.
Respuesta de la hinchada de San Lorenzo,
con música de la canción "Son cosas mías", de Miguel Abuelo.